“¿Por qué hay peruanos en lugar de no haber peruanos?”, se pregunta el poeta Mario Montalbetti en su poema “Introducción a la metafísica”. Una interrogante que nos hacemos todos, según él, “cuando el sentido de las cosas oscurece verdaderamente”. Pero en Fiestas Patrias también hace falta cuestionarse: ¿de qué hablamos cuando hablamos de ser peruanos?
Se trata de una pregunta sobre la cual la narrativa peruana ha tenido a bien explorar a lo largo de su historia y que encierra un término capaz de reflejar nuestros conflictos como sociedad: la identidad nacional. Al respecto, el crítico Marcel Velázquez comentó a RPP Noticias que en los últimos tiempos, la literatura ha optado por representaciones parciales de la identidad.
“Hay una exploración de nuevas subjetividades, de narrativas del yo, de lo que se ha llamado narrativas de no ficción o autoficción, que no tienen en sus coordenadas estéticas ofrecer una representación nacional compleja, densa”, ensayó a la vez que comentaba las propuestas que en la década de 1990 ofrecieron novelistas como Miguel Gutiérrez o Edgardo Rivera Martínez.
En la actualidad, para Velázquez, las preocupaciones y la sensibilidad van en otra dirección. “Afirmar más bien de manera libérrima la vida, el individuo, la historia personal, la sentimentalidad. En el ciclo de Renato Cisneros, se trata de explorar la familia, pero más en un sentido de excepcionalidad antes que de un sujeto colectivo”, ejemplificó.
Sin embargo, también hay lugar para narradores preocupados por reflejar la identidad nacional en sus creaciones. Es, según recomendó el crítico Ricardo González Vigil, el caso de Rafael Dumett, quien con su novela “El espía del inca” aborda “ese periodo central que es el final del imperio incaico y las primeras décadas de resistencia indígena”. Y también el de Omar Aramayo, cuya novela “Los Tupac Amaru” describe “la problematización de cómo se intentó romper con el orden colonial”.
DEL CAMPO A LA CIUDAD
¿En qué momento empieza a desarrollarse una narrativa sobre nuestra identidad? Si la novela ofrece “un conjunto de memorias ficcionales”, como señaló Velázquez, ¿qué aspectos de nuestra sociedad se reflejan en las creaciones literarias de quienes pensaron al Perú como un terreno fructífero para las ficciones?
Velázquez apuntó que mientras en la mayoría de culturas y sociedades las “novelas de identidad” se escriben en el siglo XIX, en el Perú empezaron a crearse en el siglo XX. Así, para la crítica y escritora Giovanna Pollarolo, las preocupaciones literarias a inicios de este siglo estaban ligadas con los conflictos alrededor del campo.
“El Perú era un país mayoritariamente rural”, indicó a RPP Noticias. Una situación que llevó a plasmar en la ficción “el tema de la explotación de la tierra, el abuso de los indígenas, las diferencias, las inequidades, la desigualdad”. “Y tenemos la narrativa de Ciro Alegría, José María Arguedas y Manuel Scorza”, añadió.
Una serie de ficciones que, además, se encargó de recoger la visión del peruano de los Andes, su herencia cultural. De acuerdo con González Vigil, valdría destacar títulos como “El mundo es ancho y ajeno” de Ciro Alegría; “Yawar Fiesta”, “Los ríos profundos” y “Todas las sangres” de José María Arguedas; y “El pez de oro”, de Gamaliel Churata.
Más adelante, a mediados de la década de 1950, la representación identitaria tomó otro rumbo hacia la exploración de los conflictos urbanos. Esto ocurre, según Pollarolo, “cuando Julio Ramón Ribeyro se pregunta [en su ensayo ‘Lima, ciudad si novela’] por qué no tenemos la gran novela de ciudad como Francia tiene a Honoré de Balzac e Inglaterra a Charles Dickens (…)”. “La migración del campo a la ciudad es el gran tema de los años cincuenta”, señaló.
Así, van inscribiéndose otras propuestas en la tradición literaria, con una nueva hornada de narradores que observan con interés el desborde popular de aquellos años. El mismo Ribeyro haría lo propio con “Los geniecillos dominicales”, pero también Enrique Congrains con “Lima, hora cero”, Mario Vargas Llosa con “La ciudad y los perros”, y ya en 1970, “Un mundo para Julius” de Alfredo Bryce Echenique.
Este último libro, según González Vigil, “da una visión muy aguda de las desigualdades de la sociedad peruana, de ese mundo que le quieren entregar a Julius y él no acepta por todo lo que tiene de injusto”.
ENTRE ARGUEDAS Y VARGAS LLOSA
Según Marcel Velázquez, la narrativa no solo ofrece representaciones, sino también suele nutrir nuestra identidad nacional de diversas maneras. Y, en el siglo XX, el conflicto principal de este tópico se ve reflejado en dos perspectivas distintas que encuentran en las novelas de Mario Vargas Llosa y José María Arguedas sus máximos exponentes.
“El punto central de Arguedas es que quiebra una representación tradicional del indígena, asociado a la barbarie, la ignorancia, la suciedad, y lo convierte en un actor y productor cultural, un sujeto con un saber hacer que hoy adquiere una inédita contemporaneidad en su vínculo con la naturaleza, entender la vida como parte de un conjunto mayor”, indicó.
En contraste, Vargas Llosa ofrece representaciones sociales modernas, como en su novela «Conversación en La Catedral«, donde el punto radica en “el sujeto libre que actúa en un mundo racional”. “La promesa de la modernidad que representa Vargas Llosa nos ha llevado a una serie de conflictos mayores”. Aunque, para Velázquez, el Nobel peruano ofrece una visión limitada del mundo andino y su conjunto social, según puede contatarse en novelas como «Lituma en los Andes«.
Así, en la tradición literaria del Perú, Vargas Llosa se encuentra alineado a una perspectiva semejante a la del Inca Garcilaso de la Vega, mientras Arguedas a la del cronista Guamán Poma de Ayala. “Alguien que se nutre de múltiples culturas, que emplea varias lenguas, con esa tensión de su español quechuizado, una representación que le devuelve al indígena densidad psicológica”.
En ese sentido, un fenómeno como la migración, que complejiza aún más la identidad nacional, es narrada con gran ambición en “El zorro de arriba y el zorro de abajo”, una novela escrita por Arguedas antes de su suicidio. “Está trabajando un universo que no se había tocado: Chimbote. Lo que él llama ‘el hervidero’ de tantas fuerzas, un microcosmos. Es una novela muy poderosa”, indicó Pollarolo.
Por su lado, Velázquez ve en este libro híbrido, que mezcla la ficción con los diarios del autor, un “Perú migrante, bullente, este mundo chicha que nos atemoriza y fascina”. “Allí se ve la articulación de un espacio conectado al capitalismo global, pero marcado por una mirada andina, mítica, que tiene una actualidad y nos interpela de una manera aguda”, añadió.
MESTIZAJE Y MULTICULTURALIDAD
Uno de los paradigmas que ejercieron una fuerte influencia sobre buena parte de la narrativa realista peruana fue el mestizaje. Una noción sobre nuestra identidad que se resume en la famosa frase “el que no tiene de inga, tiene de mandinga” y que se utiliza cada cierto tiempo para recordar que los peruanos somos de “todas las sangres”.
Existen, así, autores como Edgardo Rivera Martínez que vieron en el mestizaje una reconciliación entre todas las diferentes identidades que pueblan al Perú. “País de Jauja” es una novela donde el mestizaje total tiene lugar: desde los mitos griegos hasta los cantos andinos discurren en Jauja, espacio utópico, según Velázquez, donde se encuentran múltiples subjetividades y racionalidades.
Otra novela, de acuerdo con Pollarolo, sería “Ximena de dos caminos”, de Laura Riesco, cuya historia, que ocurre en La Oroya y la protagoniza una niña, “lleva hacia una mirada más compleja y amplia, que permite observar desde diferentes perspectivas lo que es una sociedad compleja”. Y, añadió Velázquez, la última gran novela sobre este tópico vendría a ser “La violencia del tiempo” del narrador piurano Miguel Gutiérrez.
No obstante, si el mestizaje fue fuente de debate e inspiración durante buena parte del siglo XX, a finales de este periodo, apuntó Velázquez, se instaló una conciencia sobre la multiculturalidad: el Perú como país de múltiples culturas. “Y ahí se constata —describió el crítico— que hubo representaciones hegemónicas de lo afroperuano”.
Bajo esa línea, la literatura empieza a registrar miradas críticas sobre cada identidad nacional, las cuales son puestas en entredicho una por una, de manera independiente. En relación a la cultura afroperuana, por ejemplo, Velázquez aseveró que más valiosa que “Matalaché” de Enrique López Albújar — la cual “ofrece una idealización de la ideología del mestizaje y una mixtificación de la cultura afroperuana”— le resulta “Malambo” de Lucía Charún-Illescas.
“Ella [Charún] recupera su propia representación, cosmovisión y forma de hablar de la sociedad peruana. Y habría que pensar en otras minorías significativas, como la china. Ahora hay toda una corriente para levantar el tusanaje, los descendientes chinos y su interrelación con otras culturas. Se afirman visiones muy intensas de cada comunidad de la totalidad”, afirmó Velázquez.
PAÍS DE IDENTIDADES
La multiculturalidad permitió que los estudios literarios abrieran el horizonte de su canon y tomen en cuenta a las minorías que permanecieron ocultas por las miradas hegemónicas. La marginación de las mujeres, en ese sentido, fue un hecho palmario al momento de abordar una identidad nacional desde la narrativa.
Del fuego del olvido se salvó, sin embargo, Clorinda Matto de Turner, cuyas novelas “Aves sin nido” (1889), “Índole” (1891) y “Herencia” (1895), según Velázquez, evidencian la vocación totalizadora de su autora, afín a la de sus pares masculinos. Otras escritoras que Pollarolo resaltó fueron Mercedes Cabello, María Jesús Alvarado o Angélica Palma. Y entre las más contemporáneas, Carmen Ollé, Pilar Dughi, Fietta Jarque, Karina Pacheco, entre otras. “Si ampliamos el canon, tendremos una mirada más compleja y completa de nuestra sociedad, que nos sacará de los parámetros andino-criollo, campo-ciudad”, indicó la escritora.
Este escenario multicultural, además, llevó a que Ricardo González Vigil hablara de identidades amazónicas, que no suelen recibir la merecida importancia pese a que tiene una tradición rica con libros importantes como “Las tres mitades de Ino Moxo” de César Calvo, “La virgen del Samiria” de Róger Rumrrill y “El laberinto de los endriagos” de Hugo Yuen.
La narrativa peruana, sobre todo la de corte realista, ha venido alimentándose, así, de identidades fragmentadas, puestas en conflicto, donde se reafirma una sobre otra para procurar su existencia. “Somos un conjunto de herencias culturales, un país plurilingüe que no está asumido, integrado. Todo esto se retrata”, puntualizó al respecto González Vigil.